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Cuando el fanatismo va más allá

  • Emilio Magdaleno
  • 24 dic 2016
  • 5 Min. de lectura

Decía el uruguayo Eduardo Galeano, un grande de las letras sudamericanas que, como buen amante del balompié, dedicó un rinconcito de su obra a rendir homenaje al deporte rey, que el fanático es el hincha del manicomio. Y no le faltaba razón a nuestro querido charrúa, que en paz descanse. El fanatismo en el deporte es una auténtica locura, y entendida en clave de fútbol más todavía si cabe.

El fútbol es casi una religión: mueve masas a través de una fe ciega e inexpugnable, actuando de catalizador para las grandes pasiones y emociones humanas. La certeza propia, imposible de derribar, de que mi equipo es mejor que el tuyo que aparece durante los sábados y domingos acaba con el hastío de la vida cotidiana. Si tu escudo gana, el lunes uno va con una pícara sonrisilla en la cara dispuesto a burlar del compañero de clase o trabajo que es del otro equipo. Si pierdes, pues toca empezar la semana ya de mala hostia. Pero no trasciende más allá de eso, y el martes ya estamos inmersos en la rutina (bueno, está la Champions…). Y es sano, ¿eh?.

El problema está cuando se va más allá de todo esto. ¿Por qué existen hinchas de un equipo que tienen como mandamiento bíblico la violenta destrucción del hincha rival? Dando por hecho que cada individuo y cada colectivo es un caso aislado, es algo inhumano, a la vez que tristemente humano. A lo largo de la historia ha habido personas con un poder casi infinito dedicadas a erradicar a todo aquel distinto o que no pensase igual.

Esta misma base ideológica es trasladada al mundo del fútbol y se convierte en un fenómeno mundial. Barras bravas argentinos, torcidos brasileños, hooligans británicos, ultras españoles... Allí por donde se ha popularizado el deporte rey, siempre hay una palabra para referirse al fanatismo, lo cuál demuestra su principio de universalidad: es algo inherente a nuestra condición humana.

De hecho, estos conflictos se conocen desde los albores del fútbol. Cuando la competición profesional más antigua se estableció (La Football League inglesa en 1888), estos altercados violentos ya estaban a la orden del día. En España se documentan los primeros altercados “buscados” entre seguidores en un partido Barça-Espanyol en la Barcelona de 1924, un auténtico hervidero de idearios políticos (El Espanyol se asociaba a la extrema derecha y el Barcelona ya se empieza a relacionar con el ideal catalanista). Desde entonces y hasta la actualidad, los actos vandálicos han tenido, en mayor o menor medida, un hueco en los medios y los debates morales.

No se puede hacer una radiografía exacta de la figura del fanático, porque los motivos estéticos, ideologías, etc. Cambian de un país o de un colectivo a otro. Pero sí podemos permitirnos generalizar en, quizá, tres aspectos:

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Lo primero, son gente a la que no le interesa realmente el fútbol. De hecho podríamos afirmar que un deporte de competición como el balompié es la única excusa para canalizar su violencia. ¿Por qué? Porque existe el rival. Porque pueden atacar a los que no piensan como ellos. Más tarde se adhieren al colectivo ideologías políticas. Hay grupos de izquierdas, de derechas, fascistas, anarquistas, neonazis, e incluso nacionalistas. Incluso se han reportado casos de fanáticos con grupos delictivos implicados, como es la Mara Salvatrucha.

Lo segundo, son gente violenta. No hay que entrar en perfiles concretos. Muchos de ellos pueden no estar bien de la azotea, pero también los habrá que estén en perfectas facultades mentales. La violencia que generan es puro instinto. Es bajo, irracional y prehistórico, sí, pero en el fondo es una forma más de resarcirse y desinhibirse.

Lo tercero, son gente cobarde, que encuentra en el colectivo el escudo perfecto para defenderse. Se sienten como un club de caza, sin darse cuenta de que en realidad solo son una manada de animales. Se amparan bajo sobrenombres como “Crew”, “Firm” (“Firma” en el sentido de empresa) o “Army” (“Ejército”), reforzando ese sentido colectivo y dándole un aire incluso militarista. Que no sea un fenómeno individualista lo hace todo más peligroso.Muchas veces están asociados a las gradas de animación en los estadios, contribuyendo a crear algunas de las atmósferas más preciosas del fútbol, representando lo que se conoce como el jugador nº 12. Lamentablemente, fuera de ellos se dedican a destruir. Estos fanáticos son, sin duda, armas de destrucción masiva, que son capaces de matar por su equipo si hace falta. Apedreamientos, vandalismo urbano, racismo, ataques con arma blanca… El fenómeno hooligan va ligado a los aspectos más sórdidos y descarnados de la moralidad humana.

Claro que igual de deleznables son aquellos vinculados al deporte que se aprovechan de estas situaciones. Sí, hablo de los periodistas, que muchas veces se saltan el “muro” de las éticas morales-profesionales para lograr una primicia, a sabiendas del morbo que supone la violencia (Warren incluyó la sangre en su extensa enumeración de los valores-noticia). Recientemente, un hincha del PSV Eindhoven confesó que algunos periodistas españoles habían ofrecido dinero a su colectivo para que “la volviesen a liar” en su visita a Madrid para jugar contra el Atlético. Por parte de los periodistas metidos en el ajo (el hincha no quiso dar nombres), exhibe una moralidad casi tan baja como los propios fanáticos.

Por supuesto que ningún club de fútbol aprueba esto. El incondicional sustrato económico que pueden proporcionar estos fanáticos en conceptos de abonos, camisetas, etc… es solo una cortina de buena fe tras la que se esconde el auténtico problema: la mancha que supone tener estos vándalos asociados a tu entidad.

Son muchos ya los que han actuado para erradicar este mal, tanto clubes como federaciones deportivas. Ya sea mediante sanciones económicas o la no permisión de entrada al estadio, como ocurrió en su día con los Boixos Nois del Barcelona o el proceso “de destierro” que sufren hoy en día Ultras Sur del Real Madrid, por citar dos equipos de nuestros país. Muchas veces se señalan estos casos como simples “intereses presidenciales”, pero lo sean o no, no dejan de ser un ejemplo a seguir para el resto de clubes españoles.

Claro está que es algo muy difícil de erradicar y que desgraciadamente, forma parte de la cultura del fútbol, manchando su imagen con episodios tan negros e ignominiosos como la tragedia del Estadio Heysel en 1985, en la que murieron 39 hinchas de la Juventus, o el asesinato de Aitor Zabaleta, un hincha de la Real Sociedad en 1998; o la reciente muerte de “Jimmy”, el ultra del deportivo tras caer al Manzanares. Estas son situaciones que hacen que la fiesta del deporte se convierta en luto antes de que el balón eche a rodar.

No voy a entrar en utopías perfectas, y el fútbol sin fanatismos ni violencia suena todavía a chino hoy día. Pero poco a poco, se están logrando cosas. Estos problemas han de ser cortados de raíz, y se tienen que introducir cambios desde la base de la propia cultura futbolística. Tiene que entrar en la cabeza a los aficionados que competición y rivalidad no equivale a violencia. El fútbol es un espectáculo. Por lo tanto lo que le rodea ha de ser festivo, alegre, positivo. Desechemos la violencia, la negatividad y la competitividad mal entendida que trae el fanatismo.

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